domingo, 7 de febrero de 2016

4 X 4 CUENTOS. (Cuentos del año 2015, relacionados a la universidad)

CARLITOS
               Por: Amadeo
Huayre I.

El resplandor
del semáforo continuaba en verde, en la intersección entre las avenidas 28 de
Julio y Brasil, cuando el chofer, intempestivamente, en una maniobra temeraria,
detuvo el bus, generando la indignada protesta de los pasajeros: “¡Bestia!”,
“Lo ha atropellado”, “Lo ha matado, creo”… Las conjeturas se agitaban como
bolas de fuego, las miradas se dirigían a todas partes… Desconcertado por los
comentarios divisé al centro de la intersección, en donde, un orate con la
cabellera alborotada, la camisa y el pantalón hecho jirones, el silbato en la
boca corría de un lugar a otro, tratando de “dirigir” el tránsito, en tanto un
policía, cual gato caza al ratón, lo perseguía intentando atraparlo. Cuando el
orate se acercó al ómnibus en donde me encontraba lo reconocí: Carlitos… Sí,
era Carlitos, mi compañero del noveno ciclo de la Facultad de Medicina con
quien, dos días antes nos habíamos despedido, deseándonos: “Feliz Navidad”,
“Feliz año”, “Buenas vacaciones”…, Ni corto ni perezoso bajé del bus gritando:
“¡Carlitos!” “¡Carlitos, soy yo, tu compañero!” “¡Carlitos, soy yo, Emilio!”...
y lo cogí, lo cogí del brazo. Sí, lo cogí, y escuché unos desacompasados
aplausos, unos gritos: “Bravo”, “Bravo, no lo sueltes, no lo sueltes…”
acompañados de bocinazos que parecían desprenderse de los vehículos que no
podían avanzar.
–Mucho carro,
mucho carro –balbuceaba Carlitos, sin reconocerme y con la mirada perdida.
–Sí muchos
carros, Carlitos… pero, ¡vamos! –lo grité.
–Mucho carro,
mucho carro –Carlitos se llevaba el silbato a la boca y… trataba de
escabullirse.
– ¡No lo sueltes!
¡Cógelo del pescuezo a ese loco! –adujo el policía que ya se acercaba con la
vara extendida–. ¡Agárralo! ¡Agárralo a ese huevón! –reiteró, evitando la
embestida de un microbús.
–Por favor,
déjame que yo me encargo, es mi compañero de la universidad –me exasperé al ver
que se acercaban varios policías iracundos.
En medio de la
congestión vehicular paso a paso, casi a empellones, hice llegar a mi amigo
hasta la vereda:
–Carlitos,
vamos a almorzar, a comer –le hice unos gestos y lo abracé porque estaba a
punto de evadirse.
–Mucho carro,
mucho carro –repetía como un disco rayado.
–Te invito un
lomo saltado. ¡Vamos! –traté de recordarle su plato preferido que siempre solía
pedir en el comedor de la universidad–. Además tienes que  mudarte 
de  ropa  y bañarte –añadí, mirando su triste figura de
Quijote, con los pies sucios, sin zapatos y una herida sangrante en la rodilla.
Con el apoyo
de los policías y una ambulancia del Seguro Social conducimos a Carlitos al hospital
Hermilio Valdizán. Después de los trámites de ley para su internamiento, al no
lograr comunicación alguna con su familia me dirigí a Chosica, pues además de
enterarse del caso, debían afrontar los gastos.
Ya en Chosica,
me enteré de una espeluznante noticia…, horripilante…
Me acercaba a
la casa de Carlitos cuando me interceptó un policía:
“Sus
documentos, por favor”, “¿Mi D.N.I.? Aquí está”; “¿A quién busca?”, “A la
familia Ramos Barbarán, padres del estudiante Carlos, un compañero de la
universidad”; “¿Qué? , ¿no sabe, que  han
asesinado a su abuelo?”, “¿A su abuelo? No sabía, acabo de enterarme por usted”;
“¿Dónde está ese estudiante?”, “En el hospital”; “¿En el hospital? y entonces,
¿por qué lo busca aquí?”, “No lo estoy buscando al estudiante Carlos, sino  a su familia”; “Usted está cayendo en
contradicciones”, “No señor, estoy buscando a su familia”; “Entonces, pase con
el teniente” –hizo unas señas a un oficial que se encontraba en el interior de
un patrullero; al tiempo que, al reconocerme la mamá de Carlitos vino a mi encuentro
con los brazos extendidos para abrazarme.
–Joven, ¿sabe
algo de mi Carlitos? No llega a la casa –exhaló un dolor maternal profundo.
–Sí, señora.
Su hijo Carlitos está… está un poco malito, por eso lo llevamos… al hospital.
–¿Al hospital?
Dios santo, ¿qué le ha pasado a mi hijito? ¿Se ha accidentado? –se dejó caer de
rodillas.
Con la ayuda
de una atenta señora y el policía la llevamos a la casa de su vecina. Reclinada
en la silla, sollozaba.
–Señora –traté
de apaciguarla–. Carlitos no se ha accidentado. Acérquese hoy o mañana al
hospital Hermilio Valdizán… Para eso he venido, para avisarla.
–Gracias,
joven. Disculpa, no puedo ni atenderlo; también estoy de duelo, a mi padre lo
han… ase…sina…do –rompió en llanto– y no puedo ni entrar a mi casa por orden
del juez –se  desvaneció.
–Ya me he
enterado… Mi más sentido pésame, señora –la abracé como si fuese su hijo
Carlitos y mis palabras se perdieron por las insondables sendas del dolor y la
amargura.
Después de
esos momentos tan difíciles me despedí, enterado además, que al abuelo lo
habían enterrado en la mañana.
Cuando me
retiraba a paso lento, el teniente me llevó al carro patrullero y me interrogó:
–Joven, ¿así
nomás quiere retirarse? Y a la autoridad ¿ninguna información? –me palmoteó el
hombro tratando de darme confianza y me reiteró las preguntas, que momentos
antes me había formulado su subalterno.
Yo, más ecuánime
de lo que me creía, le relaté cómo había encontrado a Carlitos. Además le referí
que necesitábamos con urgencia un par de zapatillas, un pantalón de buzo, un
polo y un pijama; que por eso también, había ido a Chosica y como veía que la
familia de mi compañero estaba, prácticamente destrozada, no me quedaba, sino
regresar; comunicarme con mis compañeros de la universidad, si era posible, o,
sino comprar lo que requerían en el hospital.
–¿Sabe, Dr.
Emilio –me dijo el teniente, con más confianza.
–Disculpe, soy
estudiante de medicina, teniente  Jack
Gómez –aclaré leyendo su fotocheck.
–Si pues, pero
ya estás terminando tu carrera. Un año no es nada. Algún día te voy a
necesitar… espero que no se olvide de este humilde servidor.
Vea, estimado
amigo. En el escenario del asesinato se ha encontrado un bisturí… y para los
peritos, tu amigo estaría… implicado… –hizo un silencio y continuó–. Usted es
inteligente. Me entiende, ¿no?
–Yo solo digo
la verdad.
–A veces para
la justicia, no existe la verdad y tu amigo podría terminar… involucrado.  Estamos a tiempo, si deseas, para ayudarlo.
–Teniente, yo
solo digo la verdad.
–Perfecto,
perfecto, por lo que te he escuchado, creo que eres buena persona.
–Gracias,
teniente.
–Entonces, te
voy a regalar el par de zapatillas… y todo lo que has dicho que necesitas para
el otro doctor. Por si acaso, nuevecitos, de mi propiedad, talla mediana como
para ti. Te lo entrego, porque todo lo que has dicho está de acuerdo con
nuestros códigos –me entregó un paquete y se lo agradecí enternecido por su
generosidad–. Otra cosa, –me alertó– los periodistas y los policías están tras
tus pasos. Si te abordan, doctor, usted sabrá cómo defenderse y si tratan de
lincharte, intervendremos, más aún si se trata de un amigo, jajajajajaaaa
–soltó una carcajada, estrechándome la mano.
En el
patrullero, me llevó hasta la carretera central, en donde abordé un microbús.
Me dirigí al hospital, no sin antes comunicarme con algunos compañeros de la
universidad.
Al día
siguiente, en la tarde, cuando llegué al hospital ya se encontraban en la sala
de espera don Manuel y doña Elena, los padres de Carlitos; cuando los saludaba,
aparecieron  Sara, Mercedes, Isabel y
Pablo. De inmediato les informé, en detalle, acerca del caso y acordamos: sus
padres irían a reencontrarse con su hijo y nosotros nos entrevistaríamos con el
médico de Carlitos. Y así fue. El doctor Rosado enterado que éramos estudiantes
de medicina nos dio una amplia información médica: la amnesia, tipos,
características, síntomas, el tratamiento…, nuestra participación inteligente…,
en fin, toda una eminencia.
Por otro lado,
si Carlitos, bloqueado en su mundo interior no salía de su “mucho carro” “mucho
carro” a toda pregunta; como en un contrapunto, también nos llamaba la
atención, el sensacionalismo de algunos periódicos que, en sus primeras planas
teñidas con sangre, informaban del asesinato y daban cuenta que el bisturí era
la clave para identificar al asesino, que estaría recluido en un hospital, por
lo que decidimos no dar ninguna declaración a la prensa que nos acechaba, con
excepción de Sarita a quien elegimos como nuestra vocera oficial.
Los días
fueron pasando hasta que identificaron al asesino, quien no obstante haber
confesado que él solo había participado en el asesinato, continuaban
involucrando al dueño del bisturí como el coautor del hecho de sangre; y el
asesino que no sabía cómo explicar, ¿por qué se encontraba en el escenario del
crimen dicho instrumento médico, por lo que el juez ordenó la reconstrucción
inmediata  de los hechos; y nosotros, que
no sabíamos qué decir y solo escuchábamos a Carlitos repetir como a un lorito
“mucho carro” “mucho carro”.
El seis de
enero acudimos al hospital en compañía de Mirtha, quien horas antes había
retornado de Chiclayo y como siempre alegre, dicharachera, campechana nos dijo:
–Hoy día lo
hago hablar a Carlitos, no sé cómo, pero lo hago hablar, si es posible lo paro
de cabeza, pero lo hago hablar –nos sonreímos Anita, Doris, Guisela, María
Julia, Ramón,…
Minutos
después, nos encontramos con Carlitos: de mediana estatura, delgado, cabello
corto, pijama verde, zapatillas sin pasadores y con la mirada extraviada.
–Hola,
Carlitos, cómo estás –lo saludó Mirtha, abrazándolo.
–Locazo –contestó
Carlitos con esa sonrisa apagada y la mirada perdida en el horizonte.
–¿No les dije?
¿¡No les dije!? –se alegró nuestra compañera dando unos saltitos–. Nosotros nos
mordíamos la lengua para no soltar una carcajada, pero traslucimos unas
lágrimas de regocijo porque creíamos que Carlitos iniciaba su recuperación.
–¿No les dije?
¿No les dije? –Mirtha repetía con frenesí. 
Y continuó frente al compañero entrañable, cual domadora frente a un
leopardo–. ¡Bravo, Carlitos! ¡Bravo! Ahora dime, ¿quién soy? Carlitos, dime,
¿quién soy…? ¿Quién?! –arremetía, una y otra vez.
 Y nuestro amigo bloqueado en su mundo
consciente solo coreaba “locazo”, “locazo”…
–Carlitos, mi
amor, ¿dónde estamos? –nuestra dilecta amiga hacía lo imposible para encender
una luz de la esperanza en aquel mundo convulsionado y Carlitos solo mostraba
su alma de niño que requería comprensión.
En aquellos
momentos de sentimientos encontrados, llegó la enfermera Dany y nos informó que
el paciente, según el doctor, había dado un paso muy importante en su
recuperación y que averiguásemos de dónde obtuvo el término “locazo” y a partir
de allí, podíamos aplicar todos nuestros conocimientos de futuros médicos.
La escuchamos
y comenzamos a investigar cómo adquirió la palabra “locazo”. Y después de una
hora, ya teníamos la respuesta: un paciente internado por consumo de drogas, a
quien habían bautizado como “Locazo”, cada cierto tiempo sufría de un cuadro de
esquizofrenia y recorría por todos los ambientes del hospital que le era posible
gritando “locazo”, “locazo”…, y el día anterior, en la mañana, casi se había
desgañitado gritando “locazo”, “locazo”; término que según nuestra hipótesis
Carlitos lo había escuchado y pudo retenerlo en su memoria.
Al día
siguiente, nos enteramos de la historia del paciente conocido como “Chofercito
de mala suerte” quien había caído, manejando su camión, a un abismo de cien
metros. Había sobrevivido y ahora se paseaba por los ambientes del nosocomio
cantando el huaynito “Chofercito de mala suerte”. Este paciente llevaba a su
vez, entre sus manos, el aro de una bicicleta como si fuese el timón de un
vehículo y se figuraba que manejaba. El “Chofercito”, cuando le decían “luz
roja”, se detenía; y avanzaba cuando escuchaba “luz verde” y no era para menos
verlo echado en el piso, debajo de un taburete,  ajustando y reajustando las tuercas invisibles
de su carro.
–Le falta
gasolina  –le bromeaban  algunos visitantes y le obsequiaban unas
monedas. Y el chofercito golpeaba con más fuerza el aro, con una llave inglesa
invisible. Dejaba entrever que estaba arreglado un carro y cómo transpiraba.
Había que verlo.
–Diosito
lindo, si supiésemos qué ocurre en el  interior
de su cerebro –preguntaba Virginia cogiendo  la mano de Guisela y de Doris, y en un
momento, los condiscípulos de Carlitos, se dejaron llevar por la melodía y
cantaron: Chofercito de mala suerte porque corres apresurado sin conocerme…”,
se enternecieron y prometieron apoyar al “Chofercito” en su recuperación.
En una de esas
tardes, también, conocimos en un pequeño parque, exclusivo para las pacientes a
Rosita, una joven muy hermosa de ojos celestes de 18 a 20 de edad; tenía una
muñeca entre sus brazos a quien la trataba con mucha ternura como si realmente
tuviese vida: le daba el biberón, cambiaba sus 
pañales; tarareaba un canción que no entendíamos y la hacía bailar…,
pero también le pegaba y nos daba a entender, a través de sus gestos y palabras
entrecortadas, que se había portado muy mal. En sus momentos de depresión,
Rosita, se desconocía, se tiraba  de los
cabellos, se lanzaba al piso… se quería morir… y vomitaba.
La enfermera
Dany nos informó que a Rosita, hace dos años, la habían traído de la selva en
donde unos narcotraficantes la habían violado y la habían lanzado al río
Marañón y fue auxiliada por unas monjitas misioneras cuando se encontraba en un
estado de demencia extrema.
Los casos
descritos y la situación de Carlitos nos movió el cerebro y reflexionamos una y
otra vez, sobre la profesión del médico. No hay servicio médico sin comprensión
y antes que el dinero, está el paciente, 
concordamos.
Recuerdo muy
bien, el 25 de enero tuvimos una gran sorpresa: “naponeón”, lo escuchamos
pronunciar a Carlitos.
-Hola
Carlitos, mi corazón, cómo estás –se alegró Gisely y lo abrazó con regocijo; y
el encuentro fue emocionante: “Hola Carlitos” “Carlitos, mi pata del alma”.
“Carlitos…” y él: “naponeón”,”naponeón”… nos sorprendió con una nueva palabra.
–Carlitos,
¿quién soy? –le preguntó Ivonne.
–“Naponeón”
–se dejó escuchar mecánicamente, nuestro amigo.
–¿No será
Na-po-le-ón? –silabeó Ivonne y Carlitos exteriorizó su alma de niño en una sonrisa
hermosísima.
Allí estábamos
con nuestro compañero, cuando llegó Virginia y nos dijo que se había comunicado
con el doctor Trelles (nuestro profesor de Neurología II que participaba, en
España, en un Congreso Internacional de Neurología), quien enterado del caso de
Carlitos le había hecho hincapié que “nosotros sus condiscípulos, éramos su
mejor medicina”, que estuviésemos atentos a todo, pues, incluso podrían
implicarlo a Carlitos con el fin de favorecer al verdadero asesino.
–Si pues,
debemos estar atentos. Y para mañana o pasado han programado otra reconstrucción
de los hechos –aseveró Diego, nuestro delegado.
Al día
siguiente, en la mañana, asistimos a la reconstrucción más accidentada y en la
noche la televisión propaló imágenes horripilantes del caso: era evidente que
el asesino había actuado con alevosía. Cuando abandonaba la casa y se llevaba
la mochila de Carlitos, se había encontrado con el anciano y sin más ni más lo
había asesinado, justamente con un cuchillo que estaba a un costado, en la mesa
de la cocina. ¿Y de dónde apareció el bisturí? El juez aclaró que en la casa
del asesino habían encontrado una mochila con instrumental médico, que había
robado. ¿A quién pertenecía esa mochila? La madre de Carlitos, que estaba
presente, aclaró que esa mochila le pertenecía a su hijo que estudiaba
medicina. ¿Y dónde estaba su hijo? En el hospital, víctima de amnesia.
El juez en uso
de sus atribuciones, esta vez, dictaminó que la reconstrucción estaba
incompleta por la ausencia del dueño del instrumental médico y,
fundamentalmente, quería saber, con certeza, ¿cómo se explicaba la presencia
del bisturí en el escenario del crimen?
Pero ¿cómo
entender la administración de justicia? Las recomendaciones del doctor Trelles
repicaban en nuestros oídos, no solo como médico, sino también como jurista.
Ante las observaciones del juez, el asesino confesó que al abandonar el
ambiente con la mochila en la espalda, se le habían caído varias cosas, entre
ellas, un reloj y unos anteojos de sol que los había guardado en su casa y…
¿del bisturí? No  sabía nada. Seguramente
se había caído. Al salir, rápido, solo recogió el reloj y los anteojos que eran
de su interés.
Los hechos
parecían estar resueltos; pero creo, que veían de otra manera.
El 20 de mayo,
como todas las tardes, acudimos al hospital y Carlitos continuaba con su
“naponeón”. “¿Qué has almorzado, Carlitos?”, “naponeón”; “¿Dónde estamos,
Carlitos?”, “naponeón”…”naponeón por aquí y “naponeón” por allá; esas eran las
respuestas, cuando apareció Mirtha disfrazada de Josefina y frente a Carlitos,
que lucía el uniforme militar de Napoleón, (que momentos antes nos alcanzó), le
dijo:
–Carlitos,
Carlitos… mírame, pero mírame bien. ¿Quién soy, Carlitos?, mírame, ¿soy…? –le
guiñaba los ojos, le mostraba el rostro de una dama enamorada,
encantadora–.  Vamos, te escucho,
amorcito, ¿quién soy? –replicaba, con efervescencia.
–“Naponeón”
–trastabillaba, Carlitos.
–Carlitos, por
favor, mira que estoy al lado de tu mamá y al lado de tu papá, dime, ¿quién
soy?
–“Naponeón”
–Carlitos, me vas
hacer llorar…
Tú eres el
emperador de Francia. Tú eres Napoleón. 
¿Quién soy?, mírame, por favor.
–“Naponeón”
–Carlitos se
ve que no me quieres. Yo soy Josefina. Jo-se-fi-na y tú, con tu espada, con tu
uniforme militar,  Napoleón
–“Naponeón”
–repetía Carlitos.
Mirtha se
acercó a Carlitos y lo acarició como a un niño. La aplaudimos con el corazón
fraterno. Su gesto tan loable y tan humano nos impactó.
–Pensaba
especializarme en Cardiología; pero no, estudiaré neurología y trabajaré aquí
–puntualizó Karina.
–Yo también me
especializaré en neurología. Adiós con la cirugía plástica. Los pacientes como
el que se cree curita y se arrodilla a cada instante y echa sus padrenuestros
mirando al cielo y nos da sus “bendiciones”,  ¿acaso, no nos 
necesita? –preguntó Angely.
–O aquel que
se cree capitán y está marcha que marcha en todo el hospital, ¿no nos conmueve?
–Interrogó Simith.
–Si pues, yo
también me especializaré en neurología, creo que Rosita me necesita –argumentó
Diego.
–Rosita Bawer
Kawillaca la hija de un explorador alemán y la amazonas Nara, lideresa  de los shipibos, según me dijiste, Diego
–precisó Andrea, sonriendo.
–Dieguito,
creo, pronto vas a tener que aprender el shipibo o el cashibo –intervino el
profesor Nilton, alegre como siempre.
–Pero hay
muchas “Rositas” –levantó la voz Anaiz–. El pabellón de mujeres es algo
especial. Allí están las ancianitas desvalidas: está la que se cree  “doctora”, la que se viste de blanco y nos da
unas pastillitas y nos quiere aplicar sus inyecciones; está la que se cree que
es la “dueña” del Banco de la Nación y nos pide unas monedas y también nos
presta, pero de inmediato nos la quita. En fin, la sociedad ¿a quiénes debe
atender en primer lugar, a los niños o, a los ancianos? Yo creo, que primero
debe atender a los niños para no verlos sufrir después.  Por eso, me voy a especializar en educación y
neurología infantil.
Y continuaron
los comentarios.
El campo de la
neurología y la pedagogía  estaban a la
vista.
El 23 de
junio, después de seis meses del asesinato del abuelo, con el permiso de las
autoridades decidimos regresar en el tiempo, hasta el momento fatal, en el que
se había bloqueado el mundo consciente de Carlitos.
Todo cuanto
habíamos programado, segundo a segundo respondía a  nuestras investigaciones y a los vacíos que
habíamos  observado en las
reconstrucciones de los hechos.
Como futuros
médicos estábamos seguros que en aquel regreso, digamos, en el  Túnel del tiempo, encontraríamos respuestas a
la situación en la que se encontraba Carlitos; por lo que, con la presencia de
los profesores de la facultad a quienes invitamos, la secuencia de los hechos
se inició a las 3:00 p.m.:
Víctima de un
asesino, con la camisa estrujada y enormes manchas de sangre yace en el piso el
abuelo, representado por nuestro compañero, Pablito. La escena es patética. De
pronto, aparece el asesino, representado por Isaac, nuestro compañero, después
de haber cometido el delito, abandona el escenario con la mochila en la
espalda; a diez metros de la puerta se detiene, da media vuelta y ve a un joven
(es Carlitos que llega a su casa) Se va.
Carlitos aparece
(apoyado por Alfonso, quien en un segundo lo deja solo en el escenario) y…, ya
está en la puerta de su casa. Carlitos… avanza, se tambalea, avanza… ve a su
abuelo (quien mueve los brazos con el fin de provocar su reacción) Carlitos  avanza y grita… “¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Qué te ha
pasado abuelito, Martín” y trata de auxiliarlo; momento en el que es abrazado
por sus verdaderos padres… Y Carlitos recobra la memoria… Nos reconoce… “No se
vayan, por favor, faltan pocas horas para la Navidad”, nos dice…, y nos
abrazamos.
Enero 2015
ahí.


EL PARAGUAS DE MI MADRE

Al concluir los estudios de medicina
fuimos convocados por el Ministerio de Salud para asistir a la ceremonia de la
asignación de los centros de salud en donde debíamos prestar nuestros
servicios  durante seis meses. Según la
ley, después de ese período y luego de sustentar la tesis optaríamos el título
de médico.
En esta ceremonia, según el sorteo, después
de Isaac, Cinthya, Anaiz…;  expectativas,
emociones y llantos, cuando menos pensaba, anunciaron mi nombre: Emilio, y me
adjudicaron el centro de salud Nueva Esperanza en la III Región de Salud, en
Junín, con sede en Huancayo. ¿Qué debía hacer? Prepararme… y viajar.
Con una pequeña maleta de viaje, una
mochila y un paraguas, regalo de mi madre, partí rumbo a la tierra huanca  a las once de la noche.
 Llegué a Huancayo a las ocho de la mañana, de
allí me enviaron a la provincia de Concepción, a la que llegué después  de dos horas. Aquí me dijeron que tenía que
dirigirme al distrito de Nueva Esperanza a nueve horas de viaje. Y así
fue…  A las ocho de la mañana llegamos,
no a Nueva Esperanza, sino al paradero Huancas, al pie del nevado Huancas,
desde allí se divisaba, al fondo del valle, la localidad. ¿Cómo se explicaba
todo esto?: “La carretera no llega hasta el distrito”, “Pero, llegará”, “La
roca azul no deja pasar”, “Pero, pasará la carretera”, ”Y cuando pasa en dos
por tres estaremos en Nueva Esperanza”, comentaban… y comentaban.
Bueno pues, pregunté a unos y otros qué
debía hacer para ir a Nueva Esperanza. Me dijeron, señalando un puente, que
debía descender por un pequeño camino al igual que los demás. Al llegar al
puente, por el camino grande, en veinte minutos estaría en el distrito. ¿Qué
hice? Inicié la caminata conjuntamente con los demás viandantes. Al llegar al
puente, cansado, detuve mis pasos… comencé a caminar despacio. El camino
ingresaba a una profunda quebrada; de pronto alcancé, mejor dicho, se dejó
alcanzar una hermosa dama sobre un esbelto caballo moro, quien de inmediato me
preguntó “¿Caballero, va a Nueva Esperanza?”. “Sí”, le contesté. Luego me
invitó a subir a su caballo, pero noté algo extraño en el caminar del corcel,
me parecía que no tocaba el piso. No acepté, tenía cierta experiencia, pues no
pocas veces había cabalgado los caballos de paso de mi abuelo Lucho en la
hacienda Millhua. “Sabes cabalgar y no aceptas mi invitación”, me replicó, “No
sé cabalgar”, le lancé una mentira piadosa que jamás había imaginado. “Un
extraño debería aceptar nuestra invitación”, se ruborizó  y aceleró al brioso moro tras las cuatro
mulas color canela que hacían ondular sus enormes y pesados cargamentos. Al
percibir que un grupo de transeúntes se acercaba, agregó: “Para otra vez será.
Está comenzando a llover, ¿puedes prestarme tu paraguas?”, cómo no, encantado
de la vida”, accedí al escuchar el tono suplicante de su voz. Le alcancé el
paraguas. “Amigo, soy la dueña del centro comercial Bella Esperanza, la única,
la que está en la plaza principal. Allí te devolveré”, me dijo y se fue… y ya
se escuchaban las voces de los demás viandantes que azuzaban a sus acémilas…
Pronto la dama cruzó el río y entre los chilcamayos y las pencas de maguey se
perdió. Paso a paso me alcanzaron unos jóvenes, nos saludamos y salimos de la
encañada y recién me percaté: parecía que salíamos del centro de la tierra.
No tan cansado llegué al distrito Nueva
Esperanza a las once de la mañana. En la plaza sobresalía un letrero BELLA
ESPERANZA          , con una pequeña
puerta entreabierta. Me acerqué para solicitar mi paraguas. Salió una señora y
sorprendida, ante mi petición, se dejó escuchar: “¿Paraguas? Nadie ha dejado…
¿Paraguas?” Le relaté dónde me había encontrado con la dama del caballo moro.
“¿De sombrero blanco y pañuelo rojo al cuello?”, me interrogó. “Sí”, le
respondí. “¿No es esa señorita?”, arguyó mostrándome una fotografía que colgaba
en la pared, al costado de la puerta. 
“¡Sí, ella es!”, me emocioné, “¿Ella?”, la señora se sorprendió, bajó la
vista y me reveló que esa señorita, su hija, había muerto hace dos años,
precisamente en esa quebrada. Se había desbarrancado con su caballo moro.
Estupefacto no sabía qué hacer ni que decir.
–Joven, al frente está la iglesia, al
costado está el cementerio, no tiene puerta, si usted desea, puede acercarse.
Al ingresar encontrará una cruz blanca, de mármol, con una inscripción
ESPERANZA –acotó la señora, señalando con el índice derecho.
Acudí al camposanto y sobre la cruz
blanca encontré el paraguas, regalo de mi madre.
                                           
                                                                                                    
Ahí 2015



LA VERDAD SIEMPRE SALE A LUZ

Después de tres meses nos reencontramos
con Isaac frente al Banco de la Nación, en la Calle Real. Nos abrazamos:
“Hermano del alma”, “Increíble verte, hermanito”; “Si pues, sin poder
comunicarnos”… Y nos abrazamos. Cobramos nuestro bono del SERUMS y a sugerencia
de Isaac decidimos visitar el centro musical Melodías Ayacuchanas, porque desea
comprar una guitarra. “Quien llega a Ayacucho y no sabe tocar guitarra, debe
aprender”, remarca. Al cruzar la plaza Humanmarca, frente a la catedral nos
detuvimos en un banquito, e Isaac como un torbellino deja fluir su alma de narrador:
hermano, te cuento, llegué a Pacaycasa, una zona rural de Huamanga, en un
ómnibus interprovincial, El Huaytapallana entre las cinco y treinta y seis de
la tarde. En el terminal terrestre, pregunto a una señora:
–¿Dónde queda el hospital San Juan Bautista?
–En la última cuadra, en el estadio, de frente, ahí nomás–
me orienta con el índice derecho. Agradezco 
la información y avanzo con paso cansino observando las casitas, el
amplio horizonte…, todo muy hermoso. Llego a la última cuadra. El estadio, al
aire libre, sin cerco o algo por el estilo se extiende frente a mis acuciosos
ojos. ¿Y el hospital?
                Como un fantasma, por un camino
carretero, al fondo del gramado, aparece un señor…, poco a poco fue acercándose
tras dos toretes que parecían siameses unidos por entre sus cuernos con un
macizo yugo, de cuyo eje central, al separar a la yunta, se desprende otro
madero labrado que termina a ras del suelo en un rejón curvo de metal brillante:
“un arado”, reflexiono.
                Cuando
me apresto a saludarlo, el gañan lanza un grito uuuujujuyyyy uuuuujuuuu y algo
cansado agrega:
                –Bienvenido
a mi tierra –y rubrica su cortesía con una venia.
                –Buenas
tardes, señor, muchas gracias –contesto.
                El señor
me alcanza de inmediato un poto de chicha que extrae de un bolso de cuero que
lleva terciado bajo el brazo derecho.
                –Sírvase
–me dice.
                Sorprendido
y en atención a su cortesía, solo atino a decirle “Gracias”, “Salud” Y bebí.
“Qué agradable la chicha, señor, gracias. Disculpe, ¿dónde queda el hospital?”,
pregunto casi inconsciente.
                –Pero,
usted no me ha dicho salud –sonrie algo malicioso.
                –Sí, le
dije: “Salud”, buen hombre –argumento–. Sin embargo, sin mayores explicaciones
me alcanza otro poto de chicha. Bebí.
                –Esa casa
blanca es el hospital –al fin, escucho su respuesta. Lanza otro grito: uuuuujujuyyyy
uuuuujuuuu –y se va.
                La
chicha, de inmediato, me hizo un efecto terrible. Sentía que me mareaba, que el
cuerpo se me adormecía. Vi, al costado del estadio, pegado a un cerco de
piedras, una especie de tribuna… de inmediato trepé como  un gato y me eché, unos cuatro o cinco
minutos, sobre una de las piedras rectangulares. Miré a todas partes…, unos
niños, parecía, jugaban cerca al arco. Con la cabeza que me pesaba, mareado,
sin perder el conocimiento repté dos gradas más, hacia arriba, choqué con otro
cerco que parecía el lindero de un inmenso maizal. Para evitar algún robo o
atentado, cuando ya la noche  extendía su
lienzo estrellado, me lancé al otro lado del empedrado. En el maizal, entre unos
surcos traté de camuflarme. “Estoy mareado… espero que me pase…”, reflexioné y
me quedé dormido.
                A las
nueve de noche, alejado del mundo desperté. Solo el tic tac de mi reloj y el
vuelo luminoso de las luciérnagas parecían acompañarme. Me senté: estaba bien.
Mi mochila: todo conforme. Me disponía a levantarme, cuando de pronto fulguró
la silueta de una persona… y…, otra: una pareja. Me quedé inmóvil, aplastado,
bajo la exhalación de velados sentimientos: “No, por favor, a dónde me llevas…,
no seas malo”, “Te amo, tú lo sabes”, “No”, “Serás la… madre de… … amor”,
“Rogelio… por… …” Y un grito: uuuuujujuyyyy uuuuujuuuu partió la noche. ¿Otro
gañán? Y el silencio apenas dejaba latir el corazón.
                Y…,
pienso, hermano,
 en el Perú profundo que nos necesita;
                porque
la patria:
                es la
luz del amanecer
 que ilumina los pasos de quien madruga a la
vida,
                es la
mano sincera que el amigo te extiende,
                es el
amor y el desamor que simplemente llega y se va,
                es la
crepitación de la tierra a donde llegamos

en donde nos encontramos,
                es el
grito del niño fecundado en las tinieblas;
                es la
generación que emprende la esforzada pesca
y no espera el pescado regalado,
                es la
patria la riqueza que está en el cerebro;
no, en el banco de oro, que al mendigo
lo han arrebatado.
             La
patria…
 es la madre que desconoce el abecedario
romano,
 pero 
lee el corazón humano,
es el río cristalino, el aire, el fuego
que nos lo quitan
                y nos
lo venden a la vuelta de la esquina.
                Por
eso, hermano:
              quiero
dar un ojo a quien le falta y quiere ver a nuestra patria,
                dar mis
pies a quien los necesita y quiere caminar por los senderos del Perú;
                y,
porque nos la quitan, hermano-hombre, hermano-puma, hermano-cóndor clávatela la
patria, en el pecho, como un puñal y defiéndela con tu vida.
                Isaac,
poeta o médico, no lo interrumpí y continuó.
                Así
pensaba. Y la pareja desapareció. A media noche, ¿a dónde ir? Avancé veinte o
treinta metros hacia la derecha, ¿a dónde? Y otra vez, en el maizal dos
siluetas paso a paso hurgaban los vericuetos, pasaban y repasaban y trasciende:
“Por dónde has estado, pues”, “Por ahí, nomás”. “No hay nada”. “No levantes la
linterna, huevón”, “Pucha…, mejor, mañana”, “¿A la luz del día?, no seas
huevón” y  se van. “Quítate el quepí…” Y
se van.
                Media
hora después, avanzo pegado al cerco. “Por ahí debe haber una casa”, pienso. Y
al fin llego a un zaguán con una enorme puerta. Toco y toco… Nadie contesta. La
puerta de estilo colonial tiene dos leones de bronce. “Debe ser la casa de un
hacendado”, me imagino. Y nadie responde. En el pequeño hall, casi al centro,
está un banco de cemento… “Creo es un lugar adecuado para descansar”, infiero
y…, a una corta distancia escucho la melodía de un violín. Dejo el extraño
lugar y avanzo… parece que allí termina la calle, veo un arbusto y entre sus
ramas como una ardilla me acomodo. Y llegan dos hombres. Uno toca el violín; el
otro danza y lanza al aire escupitajos y conjuros: siete candados, cierra la
puerta con siete candados para proteger el alma de don Nicolás. San Pedro y San
Pablo escucha nuestras plegarias…” y danzan bajo la tenue luz de la  luna y estallan dos latigazos en la espalda
del danzante que le deja estelas agonizantes y en las manos del músico
serpentea un azote que lo arroja al arcano horizonte y… Se van.  
                Mi
reloj marca la una de la mañana y cuando parece que todo está en calma aparecen
dos personajes sospechosos que caminan algo encorvados, mirando hacia todas
partes. Llegan al portón, nuevamente miran a todas partes…, un silbido y luego
otro. Junto a la pared: uno de ellos se inclina, el otro coloca sus pies sobre
los hombros del primero, quien se levanta como una escalera humana, escala la
pared y desaparece: “son unos ladrones”, infiero.
                Después
de una hora, el intruso asoma sobre la pared, levanta un pesado costal, se
desliza con el apoyo del otro y se esfuman. Yo estático, me pellizco en la
oreja para cerciorarme si estoy despierto o estoy soñando…
                A las
cinco de la mañana, la luz del alba me da energías y  escuchó unos gritos lejanos que presiento
deben ser de los gañanes. Dejo con mucho cuidado, el lugar donde había
amanecido a salto de mata. Doy un paso, dos pasos hacia delante… y el arbusto
se derrumba…, doy unos pasos más con el corazón que suspira humanidad. Entre la
luz del nuevo día y el cantar distante de los gallos diviso un inmenso valle
por donde baja un caudaloso río, y advierto que estoy al borde de un abismo.
Santo Dios, gracias por permitirme vivir, me persigno. Avanzo en dirección al
estadio, al cruzar el portón, con leones de bronce, observo al interior del
recinto: una cantidad de cruces, sobre las tumbas, me saludan. Un cementerio,
hermano, cuya puerta había tocado a la media noche para descansar.
                ¡Toda
una odisea! Lejos de amilanarme, con renovados bríos aceleré mis pasos hacia el
campo deportivo y a cierta distancia, al terminar el estadio, a dos o tres
cuadras, hacia mi derecha, un letrero enorme anunciaba: Centro de Salud San
Juan Bautista. En un santiamén llegué al enrejado del nosocomio. En la puerta,
un escueto cartelito anunciaba la atención a partir de las ocho. Retrocedí. En
la esquina, en una ciudad que parecía que despertaba lentamente, una señora
abría la puerta del restaurante Doña Julia. Con una escoba y un recogedor en la
mano, empezaba a barrer. Nos saludamos.
                –¿Se va
a los baños, profesor? – me inquiere.
                –No
señora, amanecí un poco mal.
                –Pasa.
Si desea, le sirvo agüita de muña –me indica una mesita–. Para las ocho va
salir caldo de cordero y cuy chactado, que tanto me piden –comenta, luego pasa
ligerita a un ambiente contiguo, con sus pertrechos.
                –Si le
es posible, una manzanilla –sugiero.
                –Muy
bien –me mira algo sorprendida–. Disculpe, usted es profesor nuevo ¿no? Parece
que antes no le he visto –añade.
                Momentos
en que escuchamos el tañer doloroso de la campana que nos deja atónitos. Doña
Julia se santigua.
                –Alguien
ha muerto…, tal vez el danzante…
                –¿Don
Nicolás? –aflora mi subconsciente.
                –Posiblemente.
Un danzante famoso, al igual que su compadre, el músico…
                –¿El
violinista? –otra vez, el subconsciente se me rebela.
                –Sí,
don Uldarico, que también está enfermo. Y todo esto ¿cómo sabe?            
                –Por
ahí he escuchado o creo haberlos visto –trato de esquivar la pregunta, no sé
por qué.
                –Usted,
está mal. Si desea, antes que aparezcan mis clientes, le paso la voz a la enfermera
de guardia, mi sobrina Dorita  –trasluce
su don maternal.
                –¿Trabaja
en el hospital?
                –Claro
pues, ¿no le digo?, usted, está mal.
                Aunque,
le diré una cosa –baja la voz–. Mi sobrina, en estos días está que reniega,
dice que un policía está que le molesta. Y todavía un antipático y tacaño que
ni siquiera me acuerdo su nombre.
                Aprovecho
los “Buenos días”, “Buenos días” de sus primeros clientes para agradecer la
atención de la señora y saldar mi cuenta. Me identifico como médico y le recomiendo
que dialogue de inmediato con su sobrina y si hubiese algún problema me busque.
La señora se sorprende.
                –Verá
pues, y yo que estaba por otro lado –argumenta.
                Me
despedí a las siete y media.
                Ya en
el Centro de Salud, al vibrar el timbre, una enfermera acude a la puerta.
                –Soy el
médico Isaac –me identifico.
                –La
enfermera Lucy, doctor. Ayer lo hemos estado esperando –deja escuchar su voz
pausada–. Abre la puerta y me conduce a los primeros ambientes.
                –Me disculparán,
pero aquí estoy –trato de ser lacónico.
                –El
médico-jefe, doctor Raúl Ramírez estará a las ocho. Por acá, doctor –ingresamos
a un ambiente–. Este es su departamento: tiene los servicios indispensables,
una ducha con agua caliente. Puede utilizarla de inmediato, en tanto llega el
doctor Raúl –Lucy, muy amable, me entrega la llave y se retira.
                “El
agua es salud”, digo, bajo el chorro de agua que me devuelve la vida.
El médico-jefe de mediana estatura, joven, delgado, algo calvo,
carismático a la vista llega a las ocho. Nos saludamos como viejos amigos. Me
invita a su consultorio, de inmediato se presenta, el personal de salud –nueve
personas– El Dr. Raúl me da la bienvenida a nombre de todo el personal.
                –Falta
Dorita –suspira una enfermera, mientras nos sirve el vino de honor.
                –Un
brindis de bienvenida a su salud y en salud –alza su copa el médico-jefe.
                Y
comienza nuestra labor. El doctor Raúl me entrega la llave de mi consultorio,
el equipo médico, y antes de retirarse a su consultorio, subraya:
                –Hoy
estás invitado a almorzar en mi casa. Ayer te hemos esperado.  Ya estás aquí, es lo más importante. Cuenta
conmigo.
                Oficialmente
comienzo mi servicio a la patria y cual alfarero poco a poco voy modelando mi
alma de médico.
                A las
once hicimos un alto. El médico-jefe se acercó a mi consultorio:
                –San
marquino ¿no? –me preguntó.
                –Sí –le
dije.
                –Somos
san marquinos  –se alegró.
Luego tratamos temas médicos. Casi al
final, le relaté lo que me había ocurrido en la noche anterior. Le remarqué que
en el maizal una voz de mujer dijo: “Rogelio”; en el cementerio el músico le
dijo: “Nicolás”  al danzante y le lanzó
dos latigazos en la espalda; un ladrón, con el apoyo de otro, ingresó al
cementerio para robar.
–Después de todo. La verdad sale a luz
–filosofé a modo de conclusión.
Cuando reiniciábamos nuestra labor,
llegó presurosa doña Julia y afirmó:
–Doctores, mi sobrina Dora está mal.
Dice que anoche un hombre, cree que era el policía Rogelio, quiso abusarla en
el maizal. Fui a la comisaria. El sargento me informa que por la radio le han
comunicado que anoche, en Tayacaja, el ómnibus que venía acá a Pacaycasa, en el
que estaban los policías Rogelio y Genaro, ha caído a un abismo. Todos o casi
todos han muerto. Lo siento. Rogelio y su adjunto hace tres días viajaron a
Huacayo, en una diligencia.
El doctor Raúl y una enfermera
acudieron en su auxilio.
Sin duda, el accidente de tránsito me
preocupaba. Si el policía “Rogelio” no estaba en el maizal, ¿quién estaba?...
Como me había prometido, el doctor Raúl
me invitó a su casa a almorzar y tuve la suerte de conocer a su encantadora
familia.  De regreso pasamos por la
vivienda para el personal del sector salud, que la municipalidad había
construido. Ingresamos al segundo piso y me entregó la llave del departamento con
un balcón hacia la avenida. En relación al caso de la enfermera Dorita  me dijo que estaba estresada, que se iba
recuperar; que el policía, que la enamoraba, había fallecido, según las últimas
noticias.
Cuando regresamos al centro de salud,
las enfermeras estaban alarmadas, nos dijeron que habían ido a la casa del
músico violinista Uldarico, a quien tuvieron que atarlo a la cama porque se
había alterado y no cesaba de gritar, que en la noche anterior había tocado y
bailado frente al cementerio con su compadre Nicolás, que a su pedido lo había
castigado dos veces en la espalda para liberarlo de sus pecados y pudiese
ingresar al cielo. Y gritaba y gritaba que quería ver a su compadre… No sabía
que había muerto. Don Uldarico, finalmente al aceptar un  analgésico, les reveló, entre lágrimas, que
en sueño le había azotado a su compadre…
Y cuando nos aprestábamos a concluir el
agitado día, los hijos y hermanos llegaron con el cadáver de don Nicolás. A
pedido del hermano menor del difunto se hizo la autopsia. El doctor Raúl y las
enfermeras quedaron consternados: en la espalda del difunto titilaba la marca
de dos rayas transversales, como dos latigazos y todavía exhalaban un olor a
alcohol, azufre y sustancias tóxicas, situación que se hizo hincapié en el
certificado de defunción, recomendando un mayor análisis por parte de un médico
forense y el Departamento de Criminalística de la Policía. Los deudos después
de un silencio e intercambio de opiniones, anunciaron el sepelio para el
siguiente día.
Como estaba previsto, los puntos sobre
las íes de estos hechos se colocaron.
El próspero comerciante de alcohol, don
Sergio, que se encontraba en los actos funerales, con un ramo de flores, se
acercó  a la morada eterna de su madre:
doña Teodolinda. Miró la lápida, apenas la rozó, esta cayó, estrellándose. Don
Sergio desconcertado vio el féretro de su madre en mal estado. Lanzó un grito
aterrador al constatar que el ataúd estaba vacío. El entierro de don Nicolás
pasó a un segundo plano. Desmayos, peleas, sangre y dolor se apoderó del
cementerio. Don Sergio fue internado de emergencia y era evidente que habían
robado el cadáver, la ropa fina y los objetos de oro con la que la habían
enterrado hace tres días.
Los policías iniciaron un trabajo
minucioso. Ingresaban a una y otra casa sospechosa. A la una de la mañana, al
alférez Joel Aguarucho se le  había ocurrido
entrar a la choza de la llamada Pastorita, que se encontraba a la entrada del
distrito; y según decían, la Pastorita, iba de pueblo en pueblo anunciando el
fin del mundo y el castigo sería según la atención buena o mala que le daban,
según las tarjetitas que repartía; por eso recibía alimentos, frutas, ropa
gruesa…, las mujeres comentaban que la Pastorita tenía un rostro angelical y
acudía en las mañanitas, al manantial por un poquito de agua; en cambio, los
hombres nunca la habían visto, se entendía por pecadores; pero al alférez
Aguarucho se le vino a la cabeza la idea de ingresar a la chocita, y punto. ¿Qué
encontró? Vaya la sorpresa. Entre los maderos encontró el bastón de doña
Teodolinda, pero sin la empuñadura de oro. 
Don Sergio bramó al reconocer el bastón de su madre. La Pastorita, muda,
fue conducida a la Región Militar de Ayacucho como integrante de una banda
internacional de traficantes de cadáveres. Según don Sergio, y sus fuentes
fidedignas, que unos le daban crédito y otros, no, porque aducían que había
perdido el juicio, a partir de las huellas del bastón ya habían identificado a
los dos delincuentes y el cadáver de su madre habían encontrado en una nevera,
en Huancayo, lugar donde la enterrarían por segunda vez.






LA NOVIA QUE NO ES LA NOVIA

                Aprovechando
los días no laborables por las Fiestas Patrias regresé a Lima el veintisiete de
julio, en horas de la noche. Al día siguiente me encontré con Anaiz en el
aeropuerto Jorge Chávez a la una de la tarde. A las seis de la mañana había
llegado procedente del Centro de Salud Manuel Balarezo, en Piura, y a las once
de la noche debía partir a los Estados Unidos.
En el hall de migraciones, en uno de
los sillones nos sentamos, con unos helados, esperando el V° B° de sus
documentos.
Si supieras cómo llegué y cómo salí del
distrito de Montero, te digo, una verdadera a-ven-tu-ra  que no me creerás –y comenzó su relato:
Bueno, llegué al distrito de Sicchez, y
de allí a Montero, en  Ayabaca, a las
nueve de la mañana en un ómnibus no tan viejo, pero atestado de pasajeros. El
bus se detuvo en su agencia, en la plaza principal. El chofer me refirió que
“el hospital Balarezo” quedaba a unas cuadras más abajó, que en unos minutos me
dejaría en la misma puerta y descendió de la cabina. Mientras atendía a unos
pasajeros, una señora alta, obesa, colorada, de abundante blonda cabellera, de
vestido rosado, botas de montar y un sombrero albo en la mano derecha se
aproximó a la ventana, detrás del piloto, en donde me encontraba; me miró,
dibujó una sonrisa forzada en sus labios e hizo unos gestos levantando el brazo
derecho y agitando el sombrero, como diciéndome “aquí estoy, mírame”.
Mecánicamente la sonreí y recliné la cabeza. La señora dio media vuelta,
levantó ambos brazos y la escuché gritar: “¡Si es, sí es; llegó!”, mientras que
se confundía entre la gente, y los cohetones y bombardas reventaban como
preludio a la intervención de la banda de músicos que no se dejó esperar. “¿Así
me reciben? No creo”, pensé. El chofer subió a la cabina, “¡vamos! Alcé mi voz;
“sí, de inmediato, disculpe, es usted…, la señorita Ana…iz… ¿no?, trastabilló,
mirando la relación de pasajeros que tenía en sus manos. “Sí, señor, pero
apresúrese”,  eché más brasa a la lumbre.
El chofer bajó otra vez, al parecer confirmó mi llegada, porque unos señores
que lo esperaban agitaron los brazos: se notaba que estaban alborozados. Se
lanzaron más bombardas, la banda de músicos se acercó más al ómnibus en el que
me encontraba con ocho o diez pasajeros. La algarabía de la gente era evidente
y de pronto escuché ¡Viva  la novia!
¡Viva la novia!
                La
señora del vestido rosado otra vez se aproximó a la ventana: “bella,
hermosísima como el oro, ¿di?, musitó; “Sí, usted”, la contesté; sin embargo, no
alcancé a preguntarla a qué se debía el ambiente festivo, puesto que, la
señora, en un arrebato de emoción se fue al otro lado del bus y gritó otra vez
“¡¡Sí es!! Y a lo lejos estalló un coro de voces ¡Viva la novia! ¡Viva la
novia!
                “Es
indudable que todo esto no es para mí, pero ¿por qué se concentra tanta gente
alrededor del ómnibus?”, me pregunté. Sorpresivamente, miré al interior del
vehículo, ¿quién es la novia?, interrogué. ¿No es usted, señorita? ¿No es
usted…? Alzaron su voz algunas damas. En esos momentos emergió a unos cincuenta
metros, un jinete, todo de blanco, en un caballo blanco, escoltado por cuatro
jinetes con poncho color canela, sobre unos corceles negros que danzaban al
compás de la música. Para mi sorpresa, la dama del vestido rosado, a pocos
metros del bus, descendió de uno de los caballos y en compañía del chofer se
acercó al vehículo.
                –Bienvenida,
señorita Ana, la estamos esperando desde ayer –me sonrió.
                –¿Desde
ayer? Disculpen, ustedes están equivocados.
                –¿No
eres la novia de mi hijo Samir Alfonso?
                –No soy
la novia de nadie. Soy la doctora Anaiz, venga a trabajar en el hospital –levanté
la voz.
                –¿Noo? –se
desmayó la señora.
                El “no”
estalló como una bomba y todo quedó en silencio, que solo se quebró cuando el
joven del caballo blanco con un ramo de flores acudió a mi ventana y me dijo:
                –Ana,
novia querida… –y su voz se perdió.
                –Joven,
usted está confundido. No te conozco. Soy la doctora…
                Y muy a
mi pesar, el joven cayó de bruces; el caballo dando coces, en atropellada trataba
de huir ante el griterío de la gente. Qué lamentable accidente.
                –Llévenlo
al hospital o súbanlo al carro  –prorrumpí.
                Lo
subieron. Con el joven ensangrentado e inconsciente arribé al centro de salud
Manuel Balarezo. Fue mi primer paciente, y ya te imaginarás la bienvenida que
me dieron.
                Anaiz
estuvo tensa. En algunos pasajes quiso llorar. El helados, casi todo lo arrojó
al tacho. Solicitamos un agua mineral y continuó:
                En la
noche me enteré que el joven, el que esperaba a su novia, era el hijo de un
hombre acaudalado de la región, que había rechazado varias veces su elección
para representar a Piura en el Congreso de la República; que era el dueño de
muchas propiedades en Montero, Sicchez, Ayabaca; que tenía ganado vacuno; una
fábrica de quesos y derivados, un molino , una molienda… que su esposa era la
reencarnación de Catalina Huanca o la biznieta y que la habían visto cruzar, en
las noches de luna, con sus mulas cargadas de oro por los caminos de Yanacocha
y cuando el alba la sorprendía ingresaba a los inaccesibles acantilados o las
lagunas Perol o Azul en Cajamarca.
                Fantasía
o no, pero la situación del joven era lamentable: permanecía en un estado
inconsciente. Tenía fracturas en el pie derecho y también, en el brazo. Tuvimos
que enyesarlo al siguiente día.
 El joven, víctima de una amnesia extrema, solo
después de tres semanas balbuceó: “shi”, “shi”. Me vino a la mente el caso de
Carlitos, como una película; me recordé de Mirtha en su papel de Josefina, de
Sarita, de ti, Emilio… “como me hacen falta”, repetía, una y otra vez.
Don Guzmán Balarezos, padre del joven
cierto día acudió a mi consultorio a recoger una receta. Aprovechó la ocasión
para referirme que su hijo Samir Alfonso le había entregado a su novia sesenta
mil dólares para comprar una finca en una zona residencial de Piura o Chiclayo;
que, el muy enamorado, también le había proporcionado dieciocho mil dólares
para comprar una camioneta rural 4x4; que, después de la fecha fijada para la
boda no sabían nada de la novia. En cierta oportunidad, su hijo le había dicho
que conoció a Ana en un hotel donde siempre se hospedaba, solo por muy vanidoso;
que su novia lo había dicho que era la dueña del hotel Atenea, que después…,
había traspasado el hotel. Él, enamorado, la creía  e incluso habían alquilado un departamento,
donde prácticamente convivían…; después de casarse la traería y se dedicaría a
la ganadería en Casa Blanca, en Loma de Sicacate o Naranjo de Chonta, para lo
cual le pidió un adelanto de herencia, y él le había comprado como regalo de
bodas diez terneras de un año, para leche; y diez becerros de dos años paras
asegurar su capital y… “doctora, verá usted…, aquí me tiene preocupado por mi
único hijo y cada vez más distanciado de mi actual esposa… madrastra de mi
Samir…”, me confesó. Se fue.
Su relato me conmovió por lo que al
médico-jefe, doctor Edgar Esquerre, le expuse el Túnel del tiempo, como método
para explorar el inconsciente que se podía aplicar al joven. Dos meses y
veinticinco días después, en una reunión con la presencia del señor Guzmán
Balarezos, a solicitud del doctor Edgar, amplié los detalles del aludido
método. Dije al final: “Samir escuchará de mis labios: ¡Sí, yo soy tu novia y
él recuperará la memoria”. Unos me creyeron; otros, no.
Ayer, domingo, a las ocho de la noche,
el señor Balarezos, con aparente preocupación, se presentó a mi departamento, y
sin mayores preámbulos, dejando a un lado el caso de su hijo, me expuso que se
había separado de su esposa; que ella, según sus fuentes confiables, había
confabulado  el matrimonio de su hijo,
con el fin de alejarlo de su lado…, El señor, desesperado se arrodillo y… me
pidió matrimonio. “Señorita, cásese conmigo. Serás la dueña de todo lo que
tengo”, quiso cogerme de la mano, se abalanzó apara abrazarme –Anaiz estuvo a
punto de llorar– Un poco de agua mineral se echó al rostro. Continuó:
–¡Fuera! ¡Fuera! –grité– gané la puerta
y salí en estampida, rumbo al centro de salud. Dos cuadras más abajo, alcancé a
una camioneta que se desplazaba lentamente.
–Disculpe, señorita, ¿dónde queda el
hospital Manuel Balarezo? –me preguntó el chofer.
–A tres cuadras a la derecha –repuse.
–Busco a la doctora Anaiz –preciso.
–Yo soy. ¿Algo pasa? –me puse nerviosa.
–Entonces, tengo un encargo para usted.
Le han confirmado
–¿Una beca? –interrumpí.
–Sí. Una beca para los Estados Unidos.
Estoy a su disposición para llevarla. Mañana a las once de la noche debe viajar
del aeropuerto de Lima.
Nos abrazamos.  
Fíjate pues, Emilio. Tomé las cosas con
sangre fría. El pedido de matrimonio lo lomé como una broma pesada. Media hora
después me enrumbé a Piura. Vía Chiclayo, llegué en el avión, hoy, a las seis
de  la mañana y…, a las once viajo.
La felicité. Nos abrazamos.
Don Ezequiel, el experimentado chofer
del hospital de Chiclayo, cuando llegamos al aeropuerto y me disponía a
descender de la camioneta me dijo, “entre Pacaipampa y Frías antes de cruzar el
río casi se nos adelanta Catalina Huanca y sus mulas, aceleré el carro y a la
deriva cruzamos el puente. Al llegar a una colina me detuve, ¿recuerdas que me
dijiste, “vamos, ¿qué pasó?, estabas medio dormida como en todo el trayecto, en
ese momento contemplaba la crecida del río y cómo se llevaba el puente. Qué
sería de nosotros en estos momentos. Que nunca se te crucen los guardianes de
los apus. Para que te proteja, agregó, llévate la imagen del Señor de Huancabamba”.
Aquí está.  En su pecho llevaba un
precioso escapulario.
–Señorita Anaiz –anunció una dama–.
Tercera vez que la llamo. Todos los documentos están en regla. Buen viaje –sonrió.
Nos despedimos.
El quince de agosto, el doctor Edgar
Esquerre me envió una nota a mi correo. Dice:
Para la colega, Anaiz.
Al día siguiente de su partida a EEUU,
llegó la novia de Samir: Ana Izquierdo. Anaiz y Ana son dos gotas de agua del
mismo vaso. ¿Quién es doble de quién? Muchos creen que la doctora Anaiz ha
regresado, pero al percatarse del embarazo (de tres meses) de la señora Ana,
sonríen.. La señora Ana Izquierdo dice que, cuando venía al distrito de
Montero, el día de la boda, sufrió un accidente, que estuvo internada en el
Hospital de Chiclayo porque estuvo a punto de perder a su bebé. No sabía cómo
comunicarse con Samir, quien sabía de su embarazo porque acudieron al médico en
su oportunidad.
Según lo programado por la colega Anaiz
se llevó a cabo el Regreso en el túnel del tiempo que dio excelente resultado.
Samir ha recuperado la memoria, se ha reencontrado con su novia Ana.
El señor Balarezos está como loco buscando
a su esposa Catalina que ha desaparecido y es un manantial de leyendas;
personalmente me ha dicho, que “irá de rodillas hasta el lugar, donde se
encuentra la doctora, para pedirle perdón”


                                     Edgar.

SUPER RECREATIVO: PEDRITO, EL ROBOTITO

SUPER RECREATIVO: PEDRITO, EL ROBOTITO:                                                   PEDRITO, EL ROBOTITO.  Cuando el verano se encontraba en su máxima ebullición: la tempera...

SUPER RECREATIVO: Nueva obra de Mario Vargas LLosa

CUENTO. LA OTRA CARA DE LA MONEDA.

LA OTRA CARA DE
LA MONEDA
El anciano levantó los brazos, pero el ómnibus pasó como un fantasma…, el anciano
en medio del paradero nuevamente levantó los brazos, solicitando los servicios
de otro ómnibus, pero este, en aparente competencia, también pasó. Llegué
presuroso al paradero, saludé al anciano y le dije: 
–Parece que no  quieren llevarte, abuelito.
–No pues… –me contestó, con un tono lastimero. Sentí una cólera terrible. Como no
aparecía otro vehículo de servicio público, me acerqué a una cabina telefónica,
a unos veinte o treinta metros después del paradero y a una distancia…  cien metros más o menos, apareció otro ómnibus y mientras vacilaba en hacer o no la llamada telefónica llegó el
vehículo. Dejó al anciano con los brazos extendidos y a unos metros de la
cabina donde me encontraba, se estacionó.
–Un
momento señores –advirtió, el chofer, a los pasajeros. Descendió presuroso y de
inmediato levantó el capot del flamante vehículo–. Ruíz, no has echado agua al
radiador, traiga la galonera –vociferó con el alma encendida.
El
anciano, ayudado por un policía, que  no
sé de dónde apareció, aprovechó el momento para subir al flamante ómnibus.
–No
te preocupes abuelo, le encargaré al chofer, que te deje en la empresa Luz del
Sur –acotó, el policía. También subí, y en la cuarta fila tomé asiento, después
del anciano. Era evidente: ni el chofer, ni el cobrador se habían percatado que
habíamos subido.
Cuando
el chofer se disponía continuar con su trabajo, el policía le solicitó su
atención, pero este reaccionó muy mal. Le miró con desprecio y levantó la voz:
–¿Y ahora, qué quiere? ¿Me va poner una papeleta? ¡No! ¡Esto es un abuso!
–Señor, no se altere –le dijo con moderación, el custodio– usted, no ha cometido
ninguna infracción. Escuche señor, ha subido un anciano a su vehículo. Le pido,
por favor, que lo deje en la empresa Luz del Sur. Va cancelar su recibo
vencido, haz un acto de humanidad.
En tanto, el chofer parecía entender; el cobrador lanzó la moneda que el anciano
le dio con mano temblorosa… y rodando, con un sonido tosco, fue a parar cerca
del asiento del malhumorado chofer.
–Esta moneda está tan arrugada como tu cara. No vale para nada –el cobrador, le
espetó en el rostro, al pobre anciano.
Al observar por el espejo retrovisor, el chofer reconoció a su anciano padre.
–Papá –dijo asombrado.
–Hijo, la moneda que diste ayer, dice que no vale –se dejó escuchar, el anciano,
tratando de levantarse.
El cobrador no sabía donde esconder su cara… y otro ómnibus, en competencia,
pasaba como un fantasma.


                                                                 Julio del 2012.  ahi